lunes, 3 de mayo de 2010

El perro de Goya

Perro semihundido (1819-1823)
Francisco de Goya y Lucientes
131 x 79 cms. Museo del Prado

Recuerdo, como si fuera ayer, mi primera visita al Prado. Los rostros alargados de El Greco, los delirios de El Bosco, los ángeles de Murillo, la luz en Velázquez y el niño absorto ante el perro. Recuerdo, como si fuera ayer, el irremediable tirón de brazo que me dio mi hermano, que no comprendía qué hacía yo allí plantado, ajeno al resto del mundo.

Ahora, escribo agotado desde mi taller de restauración en el propio museo, después de tres días de encierro en los que apenas he comido ni dormido. A mi derecha, el lienzo de Goya, a mi izquierda, su radiografía a tamaño real. Frente a mí, el ordenador en el que escribo, que ha de servirme para redactar el informe de la restauración del cuadro que inicia mi equipo mañana.

Quizá debería comenzar a escribir que la limpieza del cuadro debe respetar la oxidación de los barnices que envejecieron sus ocres, que sus manchas son ya pátinas que no debemos eliminar por completo y que no es mi intención travestir de nuevo a otro Goya.

Quizá debería comenzar a escribir que las placas demuestran que junto al perro no hay gato encerrado, que pese a las teorías que afirman que es una obra inacabada, los análisis demuestran que es una obra completa, una obra maestra que debe ser misión de otros interpretar.

Quizá debería comenzar a escribir mi carta de dimisión al Patronato, o tal vez al Ministerio, pues pasé el día de ayer con una gran lupa pegada a la pupila del perro, estudiando cada detalle de la pequeña pincelada que me hipnotizó de pequeño y que llevo todo el día de hoy haciendo lo que mi profesionalidad debería haberme impedido, convirtiendo, con una minúscula espátula, el óleo blanco en imperceptible polvo de siglos.

Quizá, jamás debería escribir que tras muchas horas de minucioso trabajo descubrí el olor a pólvora encerrado en la mirada del animal, sediento por no encontrar más que sangre para calmar su sed en el camino por el que vaga desde la Puerta del Sol a la de Alcalá. Quizá, jamás debería escribir que rascando en su pupila encontré el reflejo textil mostaza del insurrecto y, bajo él, la sangre derramada en el charco, con la certeza de que si buscaba más arriba encontraría el blanco de la camisa, bajo la tez oscura, de un crucificado descamisado a punto de caer en otro monte Calvario.

Agotado como estoy, me quedan varias horas para intentar restituir la pintura a su estado original. Agotado como estoy, sé que mi informe no incluirá que la mirada del perro solo implora que un soldado francés le dé su tiro de gracia o, que al menos, tenga la amabilidad de rematarlo con su bayoneta... a escasos metros de aquí.

El 3 de mayo de 1808 en Madrid:
los Fusilamientos de la Montaña del Principe Pío (1814)
Francisco de Goya y Lucientes

268 x 347 cms. Museo del Prado