jueves, 21 de enero de 2010

Tinta china

Querido Jesús:

Aún recuerdo aquel septiembre del 81 en el que pisaste el aula del instituto por primera vez. Jamás podré olvidar, y creo que tú tampoco, aquellos hermosos rizos que consiguieron hechizarme. Lo nuestro no fue un amor a primera vista: mi rudo aspecto, mi ascendencia extranjera, o quizá el repetir curso, pudieron condenarme a sufrir tu indiferencia. Pasaron los días y comenzaste a reducir distancias conmigo: recuerdo que me miraste con extrañeza cuando decidiste darle un giro de tuerca a nuestra relación, abriendo y cerrando mis piernas con inusitada torpeza. Claro que no era mi primera vez, que llevaba años soportando los magreos de alumnos mayores; pero créeme, jamás había sufrido tocamientos como los tuyos.

Pronto adquiriste destreza, aunque, a las primeras de cambio, volvías a darme de lado para abandonarte a la escritura de tus adolescentes poemas. El saberme "a merced de tu pájaro" no me dolió tanto como sentirme carne de segundo plato al descubrir que pretendías agenciarte algo más sofisticado. Fueron los apuros económicos, y no otras razones, los que te hicieron regresar a mi entrepierna. Pese a todo, pasé el resto del curso dibujando alocados garabatos para ti.

Con emoción compruebo que me recuerdas con cariño y consigues reavivar llamas que creía extinguidas en mí. Te confieso que me hiciste inmensamente feliz en primero de BUP y que fuiste el único de la clase al que no le importó enrollarse conmigo, sin dejarse llevar por falsas apariencias o modas pasajeras. Desde aquí, pregono a los cuatro vientos que jamás conocí manos tan salvajes como las tuyas, capaces de hacerme correr, una y otra vez, con suma facilidad.

Ex corde, tu tiralíneas.