martes, 30 de junio de 2009

El origen de la crisis inmobiliaria

Mi madre estaba nerviosa. Puede que me falle la memoria ahora: juraría que abrió la puerta de entrada al mismo tiempo que yo cerré la del baño. Cuando llegué al salón, una mirada mía fue suficiente para aclarar a mis hermanos que la de esa tarde había sido una faena de orejas y rabo.
Mi madre enseñaba su piso en venta por primera vez, y un amable matrimonio, parientes de una vecina, fue su primera visita. De la entrada pasaron al dormitorio de mi hermano mayor y por el pasillo llegó la comitiva hasta el salón. Después de saludar a tres adolescentes sonrientes que, sentados en el sofá, trataban de aparentar una formalidad del todo imposible, visitaron el dormitorio que compartía con mi hermano pequeño y el de mi madre. De vuelta hacia la cocina, notamos la mirada intrigada de él, pero la explicación que mi madre daba sobre las excelencias de nuestra casa le obligaron a atenderla de nuevo. Cuando salieron de la cocina mi madre abrió la puerta del cuarto de baño y ahí acabó su venta.
Puede que hayan comprobado, en alguna situación similar, que es en la última pieza visitada donde se resumen las características de la vivienda y se intercambian las últimas impresiones. La inexperiencia de mi madre hizo que casi toda su charla transcurriese bajo un insoportable hedor que poco tardó en llegar hasta el salón. Jamás me explicaré cómo mi madre y esa señora fueron capaces de hablar, largo y tendido, ignorando por completo los efluvios de los restos corporales que allí deposité. Él, en cambio, no pudo contenerse más y se acercó para decirnos: ¡ya sé de qué os reíais! No recuerdo si añadió la palabra mamones al final de la frase, pero estaba en su completo derecho. Por si alguien no es capaz de comprender su padecimiento, confieso aquí que entre mis mayores hazañas figuran haber conseguido echar a toda mi familia a la terraza, buscando un soplo de aire fresco tras otra de mis faenas, o hacer esperar diez minutos a mi tío el sacerdote, con su santa paciencia ignaciana, que aguardaba con su bolsa de aseo en la puerta del baño mientras contemplaba cómo me enfrentaba, escobilla en mano, a un enorme dragón que se negaba a batirse en retirada por los entresijos sifoneros de su destino.
De la venta del piso prefiero no seguir hablando porque fue uno de los episodios más lamentables que se recuerda en mi familia. Antes o después, tendré que hablar más sobre mi madre en este blog. Hoy me conformaré con decirles que, pese a los años que llevaba bregando con su viudez, consiguió pagarnos las carreras universitarias a sus tres hijos sin recibir ni un solo duro a cambio del piso en cuestión.
Serán cosas mías, del destino o de la mala suerte: estoy convencido de que el día que mi madre enseñó su piso en venta por primera vez, yo la cagué.

miércoles, 10 de junio de 2009

Cuestión de lógica

Me he dado cuenta de que mi hija Alejandra tiene unas antenitas invisibles, como las de Campanilla, que le hacen estar al tanto de todo lo que sucede a su alrededor cuando parece que no presta atención. No hay escuela; a ser padres aprendemos a medida que nos estrellamos con nuestros propios hijos. Más de una vez, cuando mi carácter me juega una mala pasada y sobrepaso el límite de la bordería, la he escuchado preguntarme: ¿qué le has dicho a mami? En otras ocasiones, un simple ¿qué? le basta para indicarme que he pronunciado algo que no deberían escuchar sus infantiles oídos. Antes de empezar a hablar, su mirada era suficiente para aclararme que estaba entendiendo algo que yo suponía fuera del alcance de su razonamiento o dejaba de jugar repentinamente si pasaban cosas a su alrededor que en principio no debían reclamar su atención.

Una tarde de finales de marzo, cercana a su tercer cumpleaños, caminábamos juntos a la vuelta del parque. Ella empujaba el carrito de su Nenuco y mientras mi atención se centraba en la esquina a la que llegábamos, los radares de sus antenas, siempre en funcionamiento, parecían haber detectado algo. Al darle la mano para cruzar la calle, la escuché preguntar:

- ¿Los papás también se dan la manita?  

Desvié la mirada y sólo vi a una pareja de adolescentes (ella piensa que es un papá cualquier humano que supere el metro y medio de estatura) que paseaban cogidos de la mano.

- Sí, claro- respondí.
- ¡Es para no caerse, papi!- sentenció.


Arquitecto, profesor de Dibujo Técnico y Matemáticas pero no me queda más remedio que admitir, por muy de ciencias que me considere, que es su lógica la aplastante y no la mía. 

Foto: Mi sobrina Patricia de la mano de Ch. Preside la escena un trozo de Andalucía en manos piratas desde hace tres siglos.

viernes, 5 de junio de 2009

Un peralto

Torre Agbar. Barcelona
Al pasar el lunes pasado por las catacumbas del colegio, léase pasillos de 1.º y 2.º de ESO, tuve que pararme frente a una clase en la que se había formado una melé de alumnos que poco tenía que envidiarle a las del Cinco Naciones de Rugby. Plantado frente a la puerta, esperé hasta que el grupo se disolviera. La pelota hizo acto de presencia en forma de alumno descamisado, despeinado y mejor no pensar si habría que añadir otro “des” más a la descripción. Uno de sus amables compañeros me explicó que el juego consistía en practicarle torturas mediante pequeñas dosis de cosquillas colectivas. ¡Ah!, expresé, y me di la vuelta pensando en que el tiempo parecía no haber pasado por aquellas aulas donde, cuando era niño, también me entretenía en los descansos entre clases jugando al Teto -ver última definición- y otras lindezas parecidas. Mi preferida era: 

- ¿Sabes lo qué es un peralto?
- No- respondía mi víctima.
- ¡Un carajo así de alto!- contestaba mientras colocaba la palma de mi mano a la altura de la coronilla.

Otros condiscípulos míos tenían otra afición más artística si cabe: se pasaban el día dibujando, compulsivamente, carajos en los cuadernos, mesas, paredes y pizarras del colegio. A día de hoy, constato que es una costumbre no extinguida aún. Es más, desde que el colegio se hizo mixto, la hicieron extensiva a los cuadernos, agendas y pupitres de sus compañeras de clase.

No piensen que esta afición por el dibujo esquemático de la parte central de la anatomía masculina es algo que se esfume con la edad. El peralto más grande que he visto dibujado en mi vida fue en mi primer curso de Arquitectura. Transcurría el año 1986 cuando los profesionales del sector decidieron que había que oponerse a una recién aprobada ley de incompatibilidad, que afectaba a algunos de ellos, y decidieron usar mano de obra barata para llevar a la calle sus reivindicaciones… 

… Después de pasar toda la noche con el culo pegado al asiento del autobús, nos bajamos en el centro de Madrid y nos dirigimos hacia el punto de encuentro. Al llegar al cruce de calles, a mi derecha había un grupo que cantaba a la policía: ¿de qué escuela son, esos de marrón?, ¿de qué escuela son, esos de marrón?; y por mi izquierda aparecieron otros que gritaban: ¡Rupert, te necesito!, ¡Rupert, te necesito!, coreando el eslogan del famoso peluquero que ante nuestra insistencia tuvo que asomarse para saludar y que le dejásemos trabajar en paz. Cuando me giré, a mi espalda, los alumnos de la escuela de La Coruña formaban la cabecera de la manifestación. Animados por las dificultades de nuestra carrera portaban un enorme carajo, de un par de pisos de alto, que como buenas promesas del campo de la construcción habían cimentado sobre una sólida base que pasó a ser el lema de la protesta. Bajo su imponente presencia una enorme pancarta rezaba: “ARQUITECTURA: LARGA Y DURA”.

N.B. Jean Nouvel es un prestigioso arquitecto francés. Su torre Agbar de Barcelona, de 145 metros de altura, es sin duda uno de los mayores peraltos construidos en Europa. En 1986 tenía 41 años, mi edad actual. Aunque desde hace tiempo guarde un sorprendente parecido con el calvo de la suerte, el que anunciaba la lotería de Navidad, todavía me sigo preguntando si aquel agitado día no estaría con Rupert, dándose un arreglito.