viernes, 18 de junio de 2010

El candidato

Supongo que quien leyera mi última entrada captaría su sentido irónico. Aunque pueda no importarme demasiado haberme tomado a broma el tema de la muerte, me quedó cierto regusto amargo por situar, con nombres y apellidos, a célebres personajes ante su terrorífica guadaña. Es más, los dos primeros comentaristas, Alegre Opinador y Jesús Cotta, podrían corroborar cómo dejaron sus comentarios detrás de una coletilla de dudoso gusto que remataba mi escrito. Borrar la frase "¡Hagan sus apuestas, señores!" fue lo primero que hice al comenzar el nuevo día.

Les traigo a mi blog una imagen de dos de los nominados. En ella pueden ver cómo acompasan sus pasos, ante un manto vegetal, dos personas que tuvieron que hacer lo propio, hace más de treinta años, ante el telón de fondo de nuestra transición hacia la democracia. A la izquierda, su Majestad, que actualmente convalece de una operación en la que se le extirpó un tumor; apoya su brazo derecho sobre un enfermo Adolfo Suárez, que padece de Alzheimer y, sobre todo, del dolor indeleble provocado por el cáncer que le arrebató a su mujer, Amparo, a su hija Miriam y rozó de paso a su pequeña Sonsoles.

No sé por qué, pero me parece una imagen deliciosa y capaz de conmoverme. No creo que se deba a la presencia del Rey, pues no siento por su familia esa desmesurada admiración que tienen muchos de mis compatriotas. Que nadie me malinterprete: me incomoda tener que situarme, forzosamente, entre dos extremos contrapuestos y quiero dejar claro que me siento a años luz del significado que tiene la palabra República en España. Debe de ser, por tanto, la imagen de Adolfo Suárez la que me estremezca: un político cuyo recuerdo está irremediablemente ligado a mi infancia y cuya voz, dirigiéndose con su acento castellano a la nación, forma parte de mi imaginario de la época. Un político que consiguió aglutinar, en torno a sí, las ilusiones de millones de personas incapaces de identificarse con alguno de los polos contrapuestos que tanto daño se hicieron. Un político al que he aprendido a valorar, cada vez más, por el hastío y la desazón que me provocan los continuos rifirrafes de la clase política actual e, incluso, un perfil político al que suelo echar de menos cuando acudo a votar.

Con el tiempo, he sido capaz de entender que Adolfo Suárez fue un hombre responsable y trabajador, con sentido de Estado y guiado, en todo momento, por su coherencia y sentido del deber. Un político que no dudó en presentar su dimisión cuando comprobó que cada vez contaba con menos apoyos dentro de su propio partido o de la Corona. Un político que dio una lección de saber qué lugar le correspondía al cargo público que ostentaba, el 23 de febrero de 1981, cuando el teniente coronel Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados, en plena sesión de investidura de su sucesor Calvo Sotelo. Un político que únicamente se movió de su asiento para tratar de salvaguardar la integridad del general Manuel Gutiérrez Mellado, que no se amedrentó ante los asaltantes y les plantó cara.

Creo que nuestra sociedad está lo suficientemente madura como para que no volvamos a padecer ninguna intentona golpista más. Esto nos lo debemos a nosotros mismos y no a los que tratan, o anhelan, gobernarnos. Llegado el hipotético caso, la gran diferencia respecto a hace 29 años sería que la totalidad del parlamento actual se echaría al suelo y veríamos cómo los más cercanos a la banqueta del Presidente tendrían que taparse las narices con sus manos.