El que les escribe, viste un Apple Watch última generación en su mano derecha, a mano cambiada podríamos decir, capaz de medir las horas y otras muchas variables; desde el pulso cardiaco hasta la temperatura de la muñeca cuando se duerme.
El que les escribe, se consideraba hasta hace un rato un eficaz gestor del tiempo, pues no solo lleva más de veinticinco años lidiando con programaciones para que sus alumnos aprendan en tandas de cincuenta y cinco minutos lo que las autoridades pertinentes tengan a bien enseñar; sino que puede certificar a golpe de diplomas que fue capaz de gestionar milimétricamente su ritmo en un buen puñado de maratones para lograr acabarlas, más o menos, según el tiempo previsto.
El que les escribe es consciente de que desde Einstein hasta músicos, artistas o poetas dedicaron parte de sus vidas a tratar de relativizar, controlar, manipular o jugar con el tiempo; que ya les digo con total certeza, que un caro artilugio de la factoría de Jobs no fue capaz de medir en la tarde de ayer.
El que les escribe está en condiciones de afirmar que el tiempo es algo que Juan Ortega fue capaz de templar poco más allá de las siete de la tarde de un caluroso veintiséis de abril, instantes antes de que la música comenzase a sonar. Le bastó a Juan con cargar todo su peso sobre el albero, arrimar el mentón al pecho y descolgar las manos para agarrar el capote, como si fuera un sudario, para recibir al tercer toro de la tarde y parar el reloj de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. A ver quien es capaz de ponerlo en marcha de nuevo.