Mi madre estaba nerviosa. Puede que me falle la memoria ahora: juraría que abrió la puerta de entrada al mismo tiempo que yo cerré la del baño. Cuando llegué al salón, una mirada mía fue suficiente para aclarar a mis hermanos que la de esa tarde había sido una faena de orejas y rabo.
Mi madre enseñaba su piso en venta por primera vez, y un amable matrimonio, parientes de una vecina, fue su primera visita. De la entrada pasaron al dormitorio de mi hermano mayor y por el pasillo llegó la comitiva hasta el salón. Después de saludar a tres adolescentes sonrientes que, sentados en el sofá, trataban de aparentar una formalidad del todo imposible, visitaron el dormitorio que compartía con mi hermano pequeño y el de mi madre. De vuelta hacia la cocina, notamos la mirada intrigada de él, pero la explicación que mi madre daba sobre las excelencias de nuestra casa le obligaron a atenderla de nuevo. Cuando salieron de la cocina mi madre abrió la puerta del cuarto de baño y ahí acabó su venta.
Puede que hayan comprobado, en alguna situación similar, que es en la última pieza visitada donde se resumen las características de la vivienda y se intercambian las últimas impresiones. La inexperiencia de mi madre hizo que casi toda su charla transcurriese bajo un insoportable hedor que poco tardó en llegar hasta el salón. Jamás me explicaré cómo mi madre y esa señora fueron capaces de hablar, largo y tendido, ignorando por completo los efluvios de los restos corporales que allí deposité. Él, en cambio, no pudo contenerse más y se acercó para decirnos: ¡ya sé de qué os reíais! No recuerdo si añadió la palabra mamones al final de la frase, pero estaba en su completo derecho. Por si alguien no es capaz de comprender su padecimiento, confieso aquí que entre mis mayores hazañas figuran haber conseguido echar a toda mi familia a la terraza, buscando un soplo de aire fresco tras otra de mis faenas, o hacer esperar diez minutos a mi tío el sacerdote, con su santa paciencia ignaciana, que aguardaba con su bolsa de aseo en la puerta del baño mientras contemplaba cómo me enfrentaba, escobilla en mano, a un enorme dragón que se negaba a batirse en retirada por los entresijos sifoneros de su destino.
De la venta del piso prefiero no seguir hablando porque fue uno de los episodios más lamentables que se recuerda en mi familia. Antes o después, tendré que hablar más sobre mi madre en este blog. Hoy me conformaré con decirles que, pese a los años que llevaba bregando con su viudez, consiguió pagarnos las carreras universitarias a sus tres hijos sin recibir ni un solo duro a cambio del piso en cuestión.
Serán cosas mías, del destino o de la mala suerte: estoy convencido de que el día que mi madre enseñó su piso en venta por primera vez, yo la cagué.