martes, 19 de noviembre de 2013

Km 2: Martín Fiz y yo nos caemos del cartel

Cuando llevas más de medio año entrenando para la maratón y te lesionas a diez días de la carrera no sabes si cortarte las venas o dejártelas crecer. Cuando te enteras de que a Martín Fiz, campeón (y subcampeón) del mundo de la distancia, le ha pasado lo mismo llegas incluso a plantearte si no serás un genio de esto. Lo de Martín parece premonitorio. En una entrevista realizada para la maratón cuenta los temores que tiene de que su trillada musculatura se quiebre por el sobreesfuerzo que le supone compaginar los entrenamientos para Sevilla con los de la maratón de Sables, la que dicen que es la prueba más dura que existe (se disputa en el desierto del Sahara, para más señas). Lo mío tiene más mérito: he conseguido el mismo efecto en una musculatura mucho menos machacada que la suya. Por suerte, parece ser que Marta, mi fisioterapeuta, ha conseguido recolocar en su sitio cada músculo de mi pierna derecha.
Acabamos de salir. No esperaba escuchar ovaciones tan pronto. No provienen del público, aplauden los corredores (salvo los que orinan en la cuneta, que no son pocos). Dedican una merecida ovación a Martín Fiz, que trota por la acera en sentido contrario al de la carrera. Iba para liebre de las tres horas y la lesión solo le ha permitido cubrir unas centenas de metros. Otra vez será.
Una liebre es un corredor que ayuda a otros a seguir su ritmo. Martín ha cumplido ya los cincuenta, pero puede correr cualquier maratón en menos de tres horas casi sin despeinarse, como si se tratase de un simple entrenamiento. Mi caso es distinto. Como mucho aspiro a ser liebre de mí mismo, y conseguir perseguirme hasta la meta a duras penas, con dignidad, sin arrastrarme. Veremos qué pasa, a ver cómo responde esta dichosa pierna que se resiste a abandonar la carrera tras las huellas del ídolo Fiz, la liebre que jamás hubiera imaginado a mi alcance.

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Las tiradas largas se suelen dejar para el fin de semana. En mi caso prefiero hacerlas a primera hora de los sábados para tener más tiempo libre. Así resulta más sencillo conciliar la preparación de la maratón con mi familia, que no es Sables pero agota casi lo mismo. Los niños, quiero decir.
Los últimos fines de semana los hemos pasado en la sierra de Huelva, a poco más de una hora de Sevilla. Allí conozco caminos donde pasear, coger castañas o setas, pero poco propicios para rodar. Por esa razón las últimas tiradas largas las he corrido en la tarde de los domingos, junto a la dársena del Guadalquivir. Y bien que lo he agradecido. Aún deslumbrado por las tonalidades con las que la naturaleza ha ido tiñendo la sierra estas semanas, disfruto ahora del atardecer junto al río. Es una maravilla, los reflejos sobre el agua, o cómo los azules y naranjas se funden en el cielo antes de la puesta de sol. Conmigo y la torre Pelli como testigos, que incluso se me antoja proporcionada para marco tan colorido.
A ritmo de cinco treinta llego a Triana, con las endorfinas a flor de piel tras quince kilómetros de entrenamiento. La estampa es tan bella que te planteas si la historia del arte no sería distinta si algún impresionista de finales del XIX hubiera recalado junto al Puente en lugar de una plaza de Reims, que no es el Altozano. Y no exagero. No ni ná.