A medida que ascendía por la zigzagueante carretera, las edificaciones se fueron dispersando, el asfalto se hizo más rugoso y las coníferas comenzaron a poblar sus esbeltas copas de algodón helado. Pese al frío, bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo sin perder de vista al camión rojo que apareció por la curva a la que se acercaba. Al llegar a su altura fue incapaz de exhalar el humo del tabaco, paralizado como quedó por la maniobra de adelantamiento que inició la furgoneta de Seur Express que seguía al pesado vehículo. La cara sonriente del repartidor y el logotipo de Marlboro, su marca de toda la vida, grabado en el lateral del camión, fue lo último que vio antes de despertarse.
Le ocurría con frecuencia; cada vez que sus obligaciones laborales le llevaban hasta ese recóndito paraje. Ahora, conduciendo por la estrecha carretera, el desfiladero le parecía un carril de Scalextric que le llevaba prisionero entre las paredes de roca y los quitamiedos metálicos. Pese al frío, bajó la ventanilla y encendió su último cigarro, con la mirada clavada en el morro del camión rojo que la curva le escupió.