Desde hace varios años, la Real Maestranza de Caballería, propietaria de la Plaza de Toros de Sevilla, confía la elaboración de sus carteles a artistas contemporáneos. La iniciativa partió del desaparecido pintor Juan Maestre y, desde 1994, reputados pintores como Miquel Barceló, Alex Katz, Eduardo Arroyo, Carmen Laffón, Fernando Botero o Guillermo Pérez Villalta han diseñado carteles cuya imagen se aleja del prototipo habitual de las tiendas de souvenirs. El de la presente temporada 2009 lo ha dibujado Manuel Salinas. Más que un cartel, me parece un monumento erigido a la tauromaquia.
Se trata de la figura de un toro negro recortada sobre fondo blanco; una composición que recuerda a la de Osborne pero, a diferencia de ésta, Salinas nos lo muestra de frente y en brava carrera. Es una imagen potente y aunque definida solo por su silueta, los trazos son capaces de expresar el trapío del toro dispuesto a embestir. El punto de vista elegido es inusitadamente bajo. Como no porta banderillas en su lomo, pienso, aunque pueda equivocarme, que la intención del autor es enseñarnos la visión que tendría el torero postrado en la plaza para recibirlo a portagayola.
Desconozco las razones por las que comenzar así la lidia del animal. No son muchas las ocasiones en las que lo he visto en La Maestranza, pero siempre el mismo ritual: areneros que se retiran, sonido de clarines y el maestro que se dirige decidido hacia el centro, se ajusta la montera, se arrodilla en el albero y despliega pacientemente el capote ante sí como si de un abanico se tratase. Mira hacia la puerta de toriles, se santigua y levanta con descaro la barbilla, en gesto torero, haciéndonos ver que está preparado y la suerte ya echada. Las bisagras chirrían y el silencio se torna murmullo al asomarse el toro que se para y mira a ambos lados antes de atender a la diminuta figura aferrada a un paño, color de sangre, que lo reclama para que inicie su carrera.
Yo, paralizado por el pánico, cierro los ojos y espero… uno… dos… tres… cuatro… cinco interminables segundos rotos por una sonora ovación. Al abrir los ojos, veo al torero que busca el encuentro de nuevo; pretende brindarnos los lances que le abran las puertas del cielo.
Hoy, cinco de mayo de 2009, he decidido que llevo demasiado tiempo contemplando este espectáculo desde la barrera. Recién acabada la fiesta, es el momento de armarme de valor y saltar al ruedo para dar cuenta de mi primer toro. En mi alternativa me ha tocado en suerte la brega de este astado. Con el permiso de Salinas, su autor, lo he bautizado con el nombre de Indultado.
Callan los clarines, me ajusto la montera y estiro mi chaquetilla antes de abandonar el burladero. Me encamino hacia los medios y, arrodillado frente a los toriles como estoy, despliego torpemente el capote, sin poder levantar con descaro la barbilla porque soy yo quien humillo para poder leer lo que he escrito antes de arrimar, sin demasiadas prisas, el ratón que tomo por estoque y me sirve para apuntarle al morrillo del botón que dice “publicar entrada” y esperar… uno… dos… tres… cuatro… ¡cinco!
Se trata de la figura de un toro negro recortada sobre fondo blanco; una composición que recuerda a la de Osborne pero, a diferencia de ésta, Salinas nos lo muestra de frente y en brava carrera. Es una imagen potente y aunque definida solo por su silueta, los trazos son capaces de expresar el trapío del toro dispuesto a embestir. El punto de vista elegido es inusitadamente bajo. Como no porta banderillas en su lomo, pienso, aunque pueda equivocarme, que la intención del autor es enseñarnos la visión que tendría el torero postrado en la plaza para recibirlo a portagayola.
Desconozco las razones por las que comenzar así la lidia del animal. No son muchas las ocasiones en las que lo he visto en La Maestranza, pero siempre el mismo ritual: areneros que se retiran, sonido de clarines y el maestro que se dirige decidido hacia el centro, se ajusta la montera, se arrodilla en el albero y despliega pacientemente el capote ante sí como si de un abanico se tratase. Mira hacia la puerta de toriles, se santigua y levanta con descaro la barbilla, en gesto torero, haciéndonos ver que está preparado y la suerte ya echada. Las bisagras chirrían y el silencio se torna murmullo al asomarse el toro que se para y mira a ambos lados antes de atender a la diminuta figura aferrada a un paño, color de sangre, que lo reclama para que inicie su carrera.
Yo, paralizado por el pánico, cierro los ojos y espero… uno… dos… tres… cuatro… cinco interminables segundos rotos por una sonora ovación. Al abrir los ojos, veo al torero que busca el encuentro de nuevo; pretende brindarnos los lances que le abran las puertas del cielo.
Hoy, cinco de mayo de 2009, he decidido que llevo demasiado tiempo contemplando este espectáculo desde la barrera. Recién acabada la fiesta, es el momento de armarme de valor y saltar al ruedo para dar cuenta de mi primer toro. En mi alternativa me ha tocado en suerte la brega de este astado. Con el permiso de Salinas, su autor, lo he bautizado con el nombre de Indultado.
Callan los clarines, me ajusto la montera y estiro mi chaquetilla antes de abandonar el burladero. Me encamino hacia los medios y, arrodillado frente a los toriles como estoy, despliego torpemente el capote, sin poder levantar con descaro la barbilla porque soy yo quien humillo para poder leer lo que he escrito antes de arrimar, sin demasiadas prisas, el ratón que tomo por estoque y me sirve para apuntarle al morrillo del botón que dice “publicar entrada” y esperar… uno… dos… tres… cuatro… ¡cinco!