T cerró la cancela temprano, radiante, con su vestido blanco recién estrenado. Se dirigía a recoger flores silvestres que poblaban las cunetas por primavera. Otro año más, en Semana Santa, había tomado rumbo al norte con sus padres para pasar las vacaciones con su abuelo. Vivía en una vieja casa que dominaba las vistas del paisaje incorrupto de acantilados. Su abuelo, al que cada año se le hacía más larga la espera, solía decir de ella que era una niña dulce, prudente y desafortunada; esto último en recuerdo del desgraciado accidente sufrido en su casa cuando era más pequeña.
Cruzó con cautela la carretera y se detuvo junto al letrero que anunciaba el hotel, situado al pie de la playa. Pese a ser previsora, había olvidado el cesto para guardar las flores. Las dejó allí mismo, y regresó sobre sus propios pasos.
Sucedió muy rápido y aparentemente de acuerdo con un macabro guión preestablecido: las flores en el suelo, la llegada del camión y el cuerpo inerte tendido en la cuneta, junto al ramo que instantes antes portaba en su mano.
Tiene la Tarara
un vestido blanco
que sólo se pone
un vestido blanco
que sólo se pone
en el Jueves Santo