jueves, 21 de mayo de 2009

y desafortunada

(continuación)

El conductor del camión, que volvía de hacer el reparto en el hotel, vio a T al borde del acantilado. La había reconocido antes, de espaldas, cerrando la cancela; era la pequeña que cada año caminaba con las flores y el perro junto a la carretera. Sintió temor de que cayese, pero la vio girar para alejarse del precipicio. Al entrar en la curva no pudo distraer su atención, aunque juraría que algo extraño había sucedido: no logró encontrarla de nuevo al mirar por el espejo retrovisor.

Aunque el conductor no pudo saberlo, su vestido nuevo, demasiado largo quizás, se enganchó en una piedra, la desequilibró y así cayó al vacío. Su testimonio fue fundamental para que el juez, al pie del acantilado, certificara que se trataba de un desafortunado accidente. Levantaron el cuerpo ignorando al perro que flotaba junto a ella. Ni la corona de flores, ni la cruz que la sostuvo se tuvieron en cuenta para reforzar la hipótesis del suicidio. Su aparición en escena fue considerada una casualidad, pese a que se admitiera que las flores parecían recién cortadas. El juez actuaba motivado por un hondo sentimiento de compasión: de nada serviría seguir investigando y dio el caso por cerrado lo más rápido que pudo. En sus manos recayó la responsabilidad de quitarle a los padres esa segunda losa de encima.

El que también calló para siempre fue su abuelo. Pensaba que era demasiado chiquilla para eso, pero no podía creer en el infortunio. Él había nacido allí, en la casa del viejo marinero, y allí murió ese mismo día, aunque su cuerpo deambulara varios años más por el lugar. Con frecuencia, se encerraba en la habitación en la que su pequeña nieta, diez años atrás, se atravesó el dedo con un anzuelo. Su mano derecha quedó casi incapacitada y a menudo la entretenía enseñándole el secreto de los nudos marineros. Para T inventó uno con el que no necesitara usar su dedo enfermo. No le cupo duda, el mismo que sostenía el travesaño de la cruz.

Tiene la tarara
un dedito malo
que no se lo cura
ningún cirujano

N.B. Cuando el sábado pasado subí al coche no sentía ninguna animadversión hacia La Tarara. Que mi hija Alejandra me hiciese escuchar quince veces seguidas la dichosa canción tiene bastante que ver con este premeditado ajuste de cuentas. Espero que me comprendan.