miércoles, 21 de abril de 2010

Entre dos aguas



Leo, y no es la primera vez, que el Bolero de Ravel dura lo mismo que (debiera) el acto amoroso y sirve, incluso, como discreto acompañante capaz de marcar el ritmo de nuestra entrega. Hago un esfuerzo y me meto en la piel del compositor francés e, incluso, imagino cómo dibuja en un pentagrama diez minutos de pasión repletos de redobles de tambores que incitan a musitar, entre susurros, monamoures, sivouspleses, oui-oui-ouises, olalases y sefinises, tan ajenos a nuestro jolgorio patrio. Hoy, me levanto en rebelión contra los vecinos gabachos y monto mi particular Dos de Mayo en defensa del Producto Nacional Bruto. A ver quién es el afrancesado que me niega que no sea "Entre dos aguas", del maestro Paco de Lucía, la música que mejor acompase el apareamiento humano.

El Bolero comienza como una marcha militar llamando a filas a unos actores que parecen dirigirse a la instrucción de forma obligada, mientras que la composición del gaditano lo hace con una sugerente aparición de instrumentos que invitan a entrar suavemente en faena. Conforme avanza, la composición francesa sigue igual de monótona y machaca reiteradamente a sus aburridos amantes que parecen traer la lección aprendida de memoria. En cambio, los magistrales cambios de ritmo que soplan por la Bahía reflejan el sentimiento e improvisación que nos damos para cualquier arte.

Y el final, ¿qué me dicen del final? El Bolero de Ravel termina con la irrupción de unos vientos que suenan más a gatillazo que a otra cosa, y resulta imposible distinguir si la pareja alcanzó el clímax o el regazo de Morfeo.

¿Y el final? ¿Que qué decir del final? Que solo tienen que teclear “entre dos aguas” en YouTube para comprobar que el final… es el algecireño quien lo clava.