domingo, 6 de julio de 2014

Maratonoscopia

Lo peor de la maratón, al igual que en la colonoscopia, no es la prueba en sí sino su preparación. Correr una maratón requiere de gran esfuerzo físico, síquico y familiar. En mi caso, los cuatro meses previos me obligo a correr tres veces por semana, a razón de 50 o 60 kilómetros semanales. Superada la prueba, uno se da cuenta de lo titánico del esfuerzo cuando a duras penas consigue correr otras tres veces en el mismo tiempo.
En el caso de la colonoscopia la preparación es mucho más leve, pero no por ello menos intensa. Comienza con la deglución de un líquido que el facultativo receta, que tanto por su aspecto como por los efectos producidos sobre el paciente parece ser más bien un agua recién llegada de Chernobyl. Su sabor, densidad y textura plomiza son indescriptibles, así como su deposición. A uno no le queda más remedio que acordarse de Muñoz Molina cuando comprueba que "todo lo que era sólido" sale a la luz sin ningún tipo de miramientos; licuado y descompuesto sin mayores complejos.
Respecto a la prueba decir que es otra cosa y que aunque el deseo del maratoniano sea el de disfrutar de la carrera, cualquier corredor sensato sabe que poco goce hay más allá del kilómetro 30. Eso sí, si todo va bien, cuesta reprimir el par de lágrimas que asoman al sentir el peso de la medalla colgada al cuello.
Poco puedo contarles, en cambio, de los seis o siete metros -que caben (sí, caben)- de exploración colonoscópica; efectos o defectos (perfectos) de la sedación. Pero sí asegurar que también es posible el final feliz tras varios minutos de sueño reparador. Ningún hombre negará que despertar con la frase "ya puedes subirte los calzoncillos" sea de su agrado, y mucho más si la pronuncia una enfermera rubia en una clínica de Triana. Poco después, un "todo perfecto, vuelva usted en cinco años" oído antes de terminar de espabilar sirve de café con leche tardío que ayuda a despertar. Por mí vuelvo mañana mismo, le dice uno al doctor, si piensan tratarme de nuevo así.
No tengo claro cuando volveré a correr otra maratón, he decidido tomarme un descanso, pero estoy seguro de que caerán otras dos o tres antes de acudir de nuevo al colonoscopista. Lo curioso del caso es que al igual que en la maratón, a uno no le importe regresar a una prueba de la que esperaba salir con el recto escaldado.

domingo, 9 de marzo de 2014

No somos nada

Impresionado aún por el estado de salud de alguien cercano hojeo "La imaginación sonora", de Eugenio Trías. "¿Qué es nuestra vida sino una serie de preludios de ese canto desconocido cuya primera y solemne nota la entona la muerte?". La cita inicial de Franz Liszt es sobrecogedora. No hay que ir más allá del cuarto párrafo del prólogo para leer estas palabras del autor: "Ignoro si este díptico (se refiere al libro) podrá ampliarse hasta ser un tríptico. Desearía que así fuese, pero ahora quiero cambiar de tercio, al menos durante un tiempo. Depende en gran medida de que los dioses sean clementes con mi salud."
El libro es de 2010 y el profesor Trías, con el que tendré pendiente de por vida la deuda de haber sido uno de sus peores alumnos en mi época de estudiante de arquitectura en Barcelona, falleció en 2013 sin ver cumplido su deseo, dejando en el tintero, entre otras cosas, lo que tenía que escribir sobre otros músicos para completar la trilogía. Lo dicho, no somos nada.

jueves, 2 de enero de 2014

Km 9: Cálculos peregrinos

No está uno para demasiados cálculos en la calle Torneo, a 33 kilómetros de la meta, aunque es cierto que cuando alguien se habitúa a correr su cabeza no para de hacerlos constantemente. Por eso, y ante la inutilidad de averiguar si llevo un ritmo que me permita rebajar las cuatro horas mi cabeza se entretiene en otros cálculos más peregrinos.
Desde que entramos en el Paseo de Colón el circuito está delimitado en algunos puntos por vallas metálicas, ora a la diestra, ora a la siniestra. Cuando corro mi mente procesa información constantemente, además de hacer cálculos actúa como un radar capaz de detectar cualquier obstáculo que se interponga en mi camino. Parece que no es así para el resto de corredores pues desde un par de kilómetros atrás es constante el ruido de vallas que se arrastran. Los hay de dos tipos diferentes, los golpes secos y los continuos. Los primeros no representan para un corredor mayor problema que un pequeño traspiés cuyas consecuencias no irán más allá de un insignificante moratón. Los segundos son diferentes pues si el ruido de la valla no cesa hasta que termina de arrastrase solo se puede deber a que el empuje lo hace un corredor con la parte central de su anatomía (y una pierna a cada lado), o lo que es lo mismo, un maratoniano que en caso de llegar a meta lo hará con los huevos cascados.

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Ya he dicho que cuando uno se habitúa a correr se convierte en una especie de calculadora humana, alguien que es capaz de precisar antes de salir de casa si regresará a tiempo para el baño y la cena de los niños; o que incluso es capaz de modificar su recorrido habitual para hacer los kilómetros o tiempos que pretende con un error de precisión prácticamente inapreciable.
Esta fría mañana de domingo es diferente, más que anticipar los kilómetros que voy a correr mi cabeza solo piensa en cuándo volverá a sentir las orejas, de sí hará sol cuando llegue por la dársena a San Jerónimo o sobre si Melendi, que me acompaña hoy, dejará de cantarle odas a los canutos que se fuma. Y no solo eso, también pretende averiguar la edad de la única corredora que no se protege del frío con mallas, cortaviento, guantes, gorro o braga. Va con calzón corto y camiseta de algodón y tengo la seguridad de que debe de haber pasado más de un lustro desde que superó la edad de jubilación. Además, y sobre todo, me da por pensar en dejar de hacer el vaina desde tan temprano y no volver a madrugar en esos días en los que apetece hacer cualquier cosa antes que preparar en serio otra maratón.