jueves, 7 de noviembre de 2013

Km 0: Calentamiento

Manda huevos que se nos ocurra calentar antes de correr cuarenta y dos kilómetros (y pico). Más que necesidad es una forma de matar los nervios, que no son pocos antes de la carrera. En mi caso ni una cosa ni la otra, más bien un improvisado test para comprobar si muevo con soltura mi maltrecha pierna derecha, que hace apenas diez días parecía la de un pirata, con pata de palo. Los últimos entrenamientos los tuve que hacer en una camilla de masajes, sin poder rodar como me habría gustado. Parezco un profesional de esto, tengo fisioterapeuta. Se llama Marta, es casi familia y tiene unas manos prodigiosas. En tres sesiones ha conseguido que vuelva a correr sin ir derramando lagrimones por las calles. Hace dos semanas estaba orgulloso de tener dos de las piernas más duras de Sevilla. Pobre ignorante, no sabía que era otro aviso que me daba mi cuerpo, que se estaba lesionando. Sobrecarga se llama, trataré de no olvidarlo.
Javier, Rafa y Pepe hacen cola en el guardarropa. Para hacer tiempo caliento con Juanma, mi cuñado, que al igual que Javier tiene mucha culpa de que yo esté hoy en el Olímpico (manda huevos también el nombre), bajo las gradas, a escasos metros de la salida de los cien lisos. Tenemos una curva enfrente, con ligera pendiente, y la subimos trotando. Apenas treinta metros y damos media vuelta, pero me paro enseguida. Mi cuadriceps derecho es incapaz de estirarse en la rampa sin que chille. Tampoco es cuestión de montar un espectáculo.
Por el vomitorio que da a la pista veo calentar en el tartán a los africanos. Van en grupo, brillan con el sol. Son más negros de lo que imaginaba. Es bonito el contraste de su piel con lo colorido de la equipación. Van a pelo, sin prendas de abrigo. Los miro de nuevo, hay que aprovechar, de los que estamos aquí, dentro de un rato, solo Chema Martínez, Javier Díaz Carretero y otros tres o cuatro privilegiados no los habrán perdido de vista.

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Ya he comenzado a preparar la maratón de este año. Un cálculo rápido me dice que deben separarme unos ochocientos kilómetros de mi objetivo. Es lo que vienen a durar unas zapatillas nuevas. Ochocientos kilómetros pendientes de compaginar con mis quehaceres diarios. La mayoría en solitario, porque resultan casi imposibles de compaginar con los otros quehaceres de los que en esto me acompañan. La verdad es que lo que se dice solo no se corre casi nunca. Hay gente como Ariel Rot, o Fito (y sus Fitipaldis) que quizá no hayan corrido en su vida pero siempre dispuestos a acompañarnos. Son imprescindibles, con esos cambios de ritmo capaces de revolucionar las pulsaciones del corredor más experimentado. Sobre todo Fito, y sus Fitipaldis.
El viernes pasado salí acompañado. Era festivo y quedé con Rafa y Javier para hacer juntos una tirada. Llevaba tres semanas sin correr. Lo lógico después de la pausa habría sido trotar durante diez kilómetros a seis por minuto. No fue así. Me importa un huevo (y van tres) si mi país tiene o no memoria de su pasado. Hace ya tiempo que permanezco al margen de cualquier debate político. Mi cuerpo sí, dieciséis kilómetros a cinco quince. No está mal. No hay discusión posible, memoria histórica se llama eso.