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Tres mil doscientas horas, casi doscientos mil minutos, once millones y medio de interminables segundos ha necesitado mi hijo Ignacio para llamarme de nuevo papá. Y no es que sea torpe. He tenido que soportar onomatopéyicos sonidos vacunos o perrunos, que pusiese juguetes en mis manos mientras decía "toma", que desgastase ante mí la manida sílaba "ma", o incluso que me llamase "pama".
De nada sirvieron mis palabras malsonantes o las amenazas de volver a utilizar tácticas oceánicas para conseguir mi empeño.
Jamás puso precio a su indiferencia. Genio y figura.
Jamás puso precio a su indiferencia. Genio y figura.