El revuelo que se armó en la cubierta de la Santa María le despertó súbitamente. Los marineros se agolpaban a babor repitiendo, sin saberlo, idénticos gritos a los dados por su tocayo trianero para anunciar el descubrimiento desde el palo mayor de la Pinta. Un escalofrío recorrió su cuerpo al comprobar que a la paleta de blancos, grises y azules que conformaron su horizonte durante dos meses, se incorporaban ahora los ocres y verdes de las tierras que avistaba.
No se sintió tan atraído como el resto por las indígenas semidesnudas que habitaban el lugar. Superada su desconfianza inicial, intimó con los guanahaníes, de los que adquirió la costumbre de inhalar el humo de la picadura del tabaco que envolvían en un mosquetón de hoja de palma.
Pese a su nombre, volvió a su Ayamonte natal a bordo de la Niña; pero su regreso a casa no fue tan feliz como esperaba. El hábito adquirido de echar humo por la boca, algo tan sólo al alcance del propio diablo, le puso en el punto de mira del Santo Oficio que lo apartó, por siete años, de su propia vida.