Creo que os debo a algunos de vosotros mi creciente interés por los libros rayados de la editorial Renacimiento. Ante los anaqueles de la biblioteca decidí cambiar a última hora las listas azuladas de Benítez Ariza por otras verdes -con lo poco que me gustan- de Karmelo C. Iribarren. En mis manos, La Ciudad, su antología poética.
No pretendo una reseña literaria del libro. Reconozco mi falta de talento, capacidad y conocimiento para ni siquiera intentarlo. Baste con que les cuente, no sin cierta vergüenza, que mi primer pensamiento fue si hallaría radikalismo detrás de esa portada.
Sea como fuere, su estilo directo y poco adornado es capaz de acertar en su objetivo: apuntando y acertando, muchas veces, en el centro de una diana impresionable como la mía. De no expresarse así no habría conseguido que varias veces al día recordase a la protagonista de dos de sus versos. Si no fuese así, no me acordaría ya de la víctima de tanta indiferencia y cinismo. Si no escribiese así, ella, no estaría condenada a tanta desdicha.
EL PRINCIPIO DEL FIN
Mientras ella se desnuda
poco a poco, incendiando
la alcoba,
él- absorto en la pantalla,
ajeno por completo
a la deflagración -,
se juega mentalmente
un carajillo
a que el malo es el juez.
SINCERIDAD
Querías sinceridad sobre todas
las cosas. Que entre nosotros
- dijiste -, nunca se interpusieran
perfidias ni secretos. Que la duda
no arraigase jamás en nuestros
corazones. Querías sinceridad
a cualquier precio. Y que yo
sepa, eso es lo único que hice,
ser sincero, cuando te dije
que me lo había hecho una nochecon tu amiga. No entiendo,
pues, a qué vienen ahora esos
insultos, ni esas miradas torvas,
ni esas lágrimas. No entiendo
de qué vas, sinceramente.