jueves, 28 de enero de 2010

Versos crudos

Creo que os debo a algunos de vosotros mi creciente interés por los libros rayados de la editorial Renacimiento. Ante los anaqueles de la biblioteca decidí cambiar a última hora las listas azuladas de Benítez Ariza por otras verdes -con lo poco que me gustan- de Karmelo C. Iribarren. En mis manos, La Ciudad, su antología poética.

No pretendo una reseña literaria del libro. Reconozco mi falta de talento, capacidad y conocimiento para ni siquiera intentarlo. Baste con que les cuente, no sin cierta vergüenza, que mi primer pensamiento fue si hallaría radikalismo detrás de esa portada.

Sea como fuere, su estilo directo y poco adornado es capaz de acertar en su objetivo: apuntando y acertando, muchas veces, en el centro de una diana impresionable como la mía. De no expresarse así no habría conseguido que varias veces al día recordase a la protagonista de dos de sus versos. Si no fuese así, no me acordaría ya de la víctima de tanta indiferencia y cinismo. Si no escribiese así, ella, no estaría condenada a tanta desdicha.


EL PRINCIPIO DEL FIN

Mientras ella se desnuda

poco a poco, incendiando

la alcoba,

él
- absorto en la pantalla,
ajeno por completo

a la deflagración -,

se juega mentalmente

un carajillo

a que el malo es el juez.


SINCERIDAD


Querías sinceridad sobre todas

las cosas. Que entre nosotros

- dijiste -, nunca se interpusieran

perfidias ni secretos. Que la duda

no arraigase jamás en nuestros

corazones. Querías sinceridad

a cualquier precio. Y que yo

sepa, eso es lo único que hice,

ser sincero, cuando te dije

que me lo había hecho una noche
con tu amiga. No entiendo,
pues, a qué vienen ahora esos

insultos, ni esas miradas torvas,

ni esas lágrimas. No entiendo

de qué vas, sinceramente.